diseñOrnitocrático
Colapsos Galopantes Progresivos
Mire hondo, respire pal frente.

martes, octubre 18, 2005
Paz, tranquilidad y desubicación congénita

Una de las ventajas de vivir a 18 km del centro de Santiago, además de la casi útil cercanía con el aeropuerto, es la paz. Ésa que se siente en el silencio que cobija todas mis noches y en el canto de las aves que acompaña mis despertares. Que se siente en la carencia de smog que contamine nuestros inmaculados pulmones y también se huele todos los veranos después de las siete, en la dulce fragancia proveniente del Río Mapocho y con especial fuerza los meses que siguieron a la inauguración de La Farfana.
Siento esa tranquilidad cada día, cuando llego a casa y no tengo que cruzar ninguna reja para entrar; teniendo la certeza de que si, torpemente, me quedo encerrada afuera, sólo me basta afinar mis habilidades trepadoras (porque lo de la ramita amiga nunca me ha resultado) y lograré estar en poco tiempo sentada en mi pieza*
Sería imposible negar que, con el tiempo, esa idílica tranquilidad no se haya visto perturbada. Los paseos dominicales en bicicleta se suspendieron hace años por el aumento exponencial de la cantidad de automóviles; aunque para mí nunca llegaron a desarrollarse más que sobre un triciclo, ya que la habilidad ciclística la adquirí hace menos de dos años, luego de soportar una larga tarde repleta de caídas y choques espectaculares, contra árboles, vitrinas, autos y personas.
A los vecinos los dejamos de conocer hace bastante tiempo, en el momento en que a todos les dio por ponerse paranoicos e instalar amenazadoras rejas y sistemas de alarma, así nuestro contacto a comenzado a basarse en una relación exclusivamente canina: que su perro mordió a mi perro, que su perro gigante corre desenfrenado por mi jardín, que su perro me mordió la pierna, que cómo que no es su perro si vive en su casa, que sus hijos están sacando a mi perro por el hoyito de la reja, que su perro volvió a morder a mi perro…
Todo esto sin contar el auge poblacional que el barrio sufrió hace algunos años, la construcción floreciente, el aumento de caras desconocidas. La pérdida del sentimiento de familiaridad.

Sin embargo, para mí, este seguía siendo un lugar agradable. Había sido capaz, incluso, de soportar la última obra de la arquitectura que se está instalando frente a mi casa: la fantástica idea de construir no una, sino dos casas en un solo sitio; que, por supuesto, pretenden albergar no a una, sino a dos familias enteras. Considérese que esto no sólo acarrea un importantísimo aumento poblacional en la cuadra, sino que dichas personas vendrán acompañadas de sus respectivos medios de transporte individuales, aparatos electrónicos, etc.
Todo eso pude aguantarlo, la desalentadora perspectiva del futuro e incluso el presente, ya que nos vimos obligados a sufrir todos los males que conlleva una construcción: la mugre, la pérdida de una de mis vistas preferidas de Santiago, los percances casuales que llevan a tragedias mayores y, bueno… los maestros. ¡Oh, sí! queridos maestros que amenizan la vida de todas las chiquillas de la ciudad.
Tengo que admitir que hasta hoy no me habían dado ningún problema, ninguna mirada lasciva, ningún comentario perturbante. Eso sólo hasta hoy. Porque, amigos, tengo que decirles: los vi. Vi cómo, hoy más que nunca, me miraban. Vi sus sonrisas disimuladas, sus caras que expresaban que un recuerdo jocosísimo pasaba en ese momento por sus mentes.
Lo que más me da rabia de la nueva atención que prestan a mi persona, es que ésta se debe únicamente a que mi desubicación ha superado notablemente lo físico y lo temporal, alcanzando el nivel de lo social.
Llegaba a casa, luego de un improductivo paseo a la ciudad, sumergida en el placer musical que me proporciona mi nuevo aparato, cuando lo noté. MI perro, digno representante de la raza de los poodles fletos con alma de quiltro, se daba el baño de polvo de su vida entremedio de los cimientos del fastuoso edificio. Acostumbrada a sus escapadas furtivas, le silbé, en ese extraño lenguaje que sólo los dos entendemos, pero que para el resto sólo parece una falta de respeto nada digna de una señorita. Lo que no preví fue que para los esforzados trabajadores, esa forma de expresión rozaba peligrosamente los bordes de la insinuación/seducción.
Llena de un inusual coraje me importaron un bledo sus caras de extrañeza y llamé al can, sin siquiera moderar el volumen de mis alaridos, que se distorsionaban en mis oídos debido al volumen de la música. El animal, por supuesto, se negó a mirarme, en uno de sus clásicos actos de rebeldía, que tan bien ha aprendido de su maestra. Entré a mi casa, para descargarme y volví a salir.
Por qué no me quedé adentro. Dónde está la clásica vocecilla de la conciencia que te impide cometer los errores más estúpidos. Llegué afuera, ahora sin los audífonos, dispuesta a recuperar a mi querida mascota. Como no lo vi entre tanto escombro, le pregunté a uno de los amables señores que dónde estaba.
-Anda por ahí- me dijo -pero ése es del jefe-.
-Cómo que del jefe, si ese es mío, si yo vivo al frente.-
Así nos enfrascamos en una interminable discusión sin sentido, dónde yo me hartaba de que me agarraran pal weveo y ellos, todos, me hablaban cada vez con mayor incredulidad.
-A ver, ¿cómo se llama su perro? Llámelo.- sugirió el supuesto dueño.
Le hice caso obedientemente. Nada. El perro maldito se negaba a mirarme, llegando a un nivel exagerado de indisciplina, dispuesto a dejarme en la mayor vergüenza posible frente a los hombres presentes.
Ahí fue cuando sucedió. Jorge, me dijo que se llamaba. “Jorge” pensé yo “más encima poco imaginativo, quién le pone Jorge a un perro”. “¡Jorge!” lo llamé, y el can corrió hacia mí, dando un salto de de kilómetros de altura, sacándome en cara que mi estupidez llega hasta niveles que ni yo me los creo. Avergonzada hasta las entrañas, pedí disculpas en un volumen casi inaudible, di media vuelta y me retiré, derrotada.
Apenas entré, en medio de la agitación y el enrojecimiento de mis mejillas, le conté el suceso a mi hermano, quien me sugirió que volviera de inmediato al lugar del evento, con evidencia en mano. Sin pensarlo mucho, lo hice.
Retorné al terreno que fue testigo de mi rendición, con perro en mano, dispuesta a recuperar mi dignidad o, al menos, a dejar de darles motivos a los obreros para que pensaran que habían conocido a la adolescente más agresiva (y estúpida) del planeta. En el momento en que me vieron y se fijaron en mi acompañante, comprendieron mi confusión. Asombrados por la semejanza de ambos canes, casi me rogaron que lo dejara suelto para que pudieran disfrutar de un momento de sana diversión juntos.
Así comenzó la segunda parte del show. Trate de imaginar la escena: una calle, una adolescente, cinco trabajadores de la construcción, dos perros que perfectamente podrían haber sido el mismo mirándose al espejo. Y no sólo eso. Además de corretear, gruñir y olerese y ladrar; los dos perros intentaron demostrar su superioridad recurriendo a dos viejas tradiciones: marcar su territorio con orina (marcándose entre ellos, de paso) y la otra… bueno, cómo explicarlo…
“En ocasiones, los perros montan a otros perros para demostrar dominio.”
Bueno, más claro, echarle agua… ejem, lo siento, mala elección de las palabras. “Jefe, va a tener que ponerle Andrea” gritaban los emocionados hombres.
Por si todo esto fuera poco, ambos se dieron el gusto de proporcionarnos a todos una de esas imágenes que difícilmente abandonaran nuestras mentes. Imagine nuevamente la escena: la misma calle, las mismas personas, los mismos dos perros casi idénticos parados, cada uno apoyando sus patas delanteras sobre los hombros de otro, caminando en perfecta coordinación. “¡Están bailando!” gritó uno. Y así era. Bailando estaban las dos bestias y yo me partía de la risa, tratando de superar ese sentimiento que me obligaría a salir con la cámara fotográfica colgada al cuello todos los días.

Así que no tengo remedio. La desubicación me es intrínseca, y las situaciones anecdóticas también. Lo único que me queda ahora es esperar a que el complejo habitacional quede terminado lo antes posible, para poder abandonar mi casa dignamente de nuevo o darme la vuelta más larga, si me aproblema demasiado. Quizás, volver a juntar a los canes no sería tan mala idea, después de todo me quedó pendiente la foto y mi perro recibió el regalo de cumpleaños de su vida, considerando que a pesar de su alma que existe en la eterna juventud, ese día pasó a ser el miembro más anciano de la familia.


*Título tentativo para este post: “de cómo desperté tres días después con la casa desvalijada”
emanado por Javiera Pumarino a las 00:12 hrs     11 comentarios

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