Para comenzar este post traté de buscar una forma de comenzar, que no fuera algo así como que viví una de las experiencias más lindas o emocionantes de mi vida, pero no pude, así que simplemente comienzo.
El jueves comenzó con uno de los acontecimientos menos esperados del año: todo el curso fue atacado por dos agresivas páginas de trigonometría, muchas después de una dura noche de estudio; ninguna salió ilesa. El resto del día transcurrió en el ocio más descarado, pues todos los factores se conjugaron para que esta cortísima semana fuera de un relajo casi exagerado.
A las cuatro de la tarde nos embarcamos en el bus que nos llevaría a las lejanas tierras talquinas, donde desarrollamos nuestra aventura, junto a nuestra profe jefe y las profesoras de religión de los dos cuartos *.
El viaje estuvo normal, entre chistes y canciones varias; llegamos en medio de la lluvia y las O.A. (orinadoras anónimas) pudieron, finalmente, desahogarse. Después de comer nos llamaron a reunirnos al “salón”, donde nos tuvieron esperando como media hora. Ahí se manifestó nuestro primer gesto particular: en vez de quedarse cada una conversando por su lado, nos sentamos en círculo y jugamos a mostrar “nuestras gracias”. Ni explico las cosas que salieron, la mayoría ya conocidas, pero que en conjunto nos hacían ver como un grupo de gente más que peculiar. La mía, bueno… digamos que si usted puede juntar sus codos por adelante del cuerpo, teniendo las dos manos apoyadas en la cintura, ya no me siento tan especial. Después comenzamos el retiro en sí, tuvimos nuestra introducción y nuestro primer rato de reflexión y luego a acostarse (no sin antes jugar el clásico nunca-nunca y quedar impactadas con ciertas revelaciones).
El viernes, luego de la “ducha solidaria” (teníamos que ir cerrándola para que les saliera más a las que se enjuagaban el pelo, y cosas así) y un desayuno abundante, comenzamos las actividades. Casi todo el día fue de reflexión individual, interrumpida sólo por las comidas (cada una más abundante que la anterior) y cuando nos sentábamos a compartir nuestras experiencias. En la “preparación para la oración personal” decía que lo primero era buscar un lugar, yo me tomé mi tiempo para elegir el lugar más especial, hasta que lo encontré: el árbol que me caracterizó durante toda la experiencia, porque en él, de él y con él saqué miles de preguntas, recuerdos y reflexiones, que después pude compartir con mis compañeras. Más tarde tuvimos que hacer algo en greda, una especie de rezo más didáctico, hice mi árbol, por supuesto y traté de explicarme con emoción, hasta las lágrimas. Les dije que mientras nunca dejáramos de ser nosotras mismas seríamos todas perfectas, llenas de defectos y virtudes, pero aunténticas.
Con la Coni y la Claudia, bueno, colapsamos en mala. Durante la comida reímos hasta decir basta, en uno de esos ataques que han caracterizado bastantes horas de clases de este año. Y después nos lanzamos a la aventura, seguimos la “Ruta de la Campana 2” y, aunque no alcanzamos nuestro objetivo final (que era, obviamente, poner nuestras manos sobre la añorada campana), nos encontramos en lugares inexplorados, pisamos cerros de polvo acumulado, abrimos ventanas no abiertas por años y entramos en la pieza más sospechosamente roñosa de la casa.
La segunda noche fue un poco más larga nos estancamos en la conversa y comilona más masiva, en una conversación que debería haber tenido hace más de un año y que ahora me permitirá terminar una amistad que nunca pude desarrollar, y en el “carrete VIP”, que se prolongó hasta las 5 a.m. Por eso se comprenderá que al día siguiente nos costó bastante más empezar, pero al final logré la concentración, escalé mi árbol a alturas insospechadas, rodé con Conti y Pasa por las praderas (véase la nueva foto) y logré superar mi trauma con la tiza, para dibujar qué había significado el retiro para mí. Antes de irnos, logramos pasear por el lugar y alcanzar una paz inmensa y, como a las tres, terminó todo, la vuelta a Santiago.
El viernes en la noche fuimos todas a la capilla a rezar. Y la Marlene (*) rezó por cada una de nosotras, por cada una de nuestras expresiones en la greda y cuando llegó mi turno dijo algo que no me pude sacar de la cabeza: agradeció por mi alegría. Así me di cuenta de lo que todas notaban, pero yo me resistía a creer. Irradié felicidad todo el día y fui capaz de hacerlo porque me siento realmente feliz, porque el que a veces se me olvide por demasiado tiempo no significa que no lo sea. Y el saber que así, de alguna forma, estoy afectando las vidas de mis compañeras, me alegra aún más.
Luego vino lo que quizás todas estábamos esperando (conciente o inconscientemente): escribir una carta de despedida al curso del que en menos de medio año nos vamos a separar. Extractos:
“Quizás es por eso que quise ser presidenta este año, Porque siento que hay tanto que nos queda por entregar. También, tengo que confesarlo, es porque me gusta preocuparme por ustedes, porque de repente me siento responsable de verdad por o que les pasa o sufren, porque de repente me sale eso de la “Matriarca”… es raro, porque ayer las abracé a todas “por obligación” y no dejé de sentir esa familiaridad, nunca me sentí incómoda. Quizás con ustedes ya no se me nota, pero normalmente me cuesta demasiado llegar a confiar en las personas , a entregarme como soy verdaderamente; ya se los dije, con ustedes no me da vergüenza llorar, reírme colapsar y colapsar, pensar y estar en silencio.”
“Antes tengo que agradecerles. Hoy día les escribo yo, la auténtica yo, la verdadera yo. Y nunca habría sido capaz de descubrirme así si no las hubiese tenido a ustedes. Gracias por aguantarme todos los días, gracias por confiar en mí y por darme su confianza, gracias por creer en mí y por dejarme creer en ustedes. Gracias por ayudarme a aprender a quererme, a aprender a ser feliz, a aprender a amar.
No les voy a pedir que no cambien nunca, prefiero pedirles que nunca dejen de ser ustedes mismas. Y que no me olviden, porque hay pocas cosas que me duelan tanto como el olvido.
Y bueno, no hay nada más que decir: las quiero, las quiero mucho, las amo y, aunque sé que después me va a doler, las necesito. Gracias.”
Ésa es la pregunta, ¿cuándo dejé de soportar a esta gente y empecé a necesitarlas? Es por eso que esta experiencia se me hizo tan especial. Porque, además de lograr esa inusitada intimidad con mi árbol y conmigo misma, gracias a la que llegué a los momentos de reflexión más importantes; me ayudó a hacer conciente todo el cariño que les tengo y que me tienen, porque en mi dibujo a tiza me inspiré en esa foto en que salgo saltando en la playa y en que les tengo que agradecer profundamente que “me dejan campo libre para desplegar mi personalidad”, en que sacarnos una foto todas juntas significó una inmensa alegría, en que a pesar de venir casi todas en un estado de semi-inconciencia (por el sueño) en el bus, pasamos los últimos 40 minutos de viaje cantando canciones (desde las de misa hasta las más populares de nuestra infancia). Parece que es cierto lo que nos dijeron, que todas tenemos “nuestra gracia”, pero es mucho más profunda que lo que pensemos, y cuando estamos juntas nos potenciamos a vivirlas. Nos dijeron también que aunque muchos pensaran que estos tres días fueron una ilusión, un montón de reflexiones que se destruirían en el momento en que chocaran con la realidad; fueron, en esencia, lo mismo que viviremos de aquí a fin de año y probablemente durante muchos años más. Nuestra amistad, creo que debería llamarlo.
emanado por Javiera Pumarino a las 22:19 hrs 9 comentarios